La
URSS no fue considerada una potencia en el campo Astronáutica hasta el
lanzamiento en octubre de 1957 del Sputnik, el primer satélite
artificial de la historia. Fue un duro golpe para Estados Unidos, inició
una auténtica “guerra fría” por los logros aeroespaciales.
La
puesta en órbita del Sputnik por parte de una nación que hasta aquella
fecha había sido considerada atrasada en el campo de la Astronáutica
cogió por sorpresa a Estados Unidos, que vio en esta iniciativa un nuevo
tipo de amenaza militar. ¿Cómo había podido ocurrir? La explicación es
sencilla. Mientras los estadounidenses afrontaron su proyecto de
satélite desarrollando casi desde cero un nuevo cohete con tal fin (el
Vanguard, pequeño y poco potente), la URSS tomó un atajo y escogió su
mayor vehículo disponible, el gigantesco R-7, un misil intercontinental.
El presidente de EE.UU. en aquel momento, Dwight D. Eisenhower, creía
que un satélite podía retrasar el desarrollo de los misiles Atlas y
prefirió separar ambas actividades. Además, pensaba que el uso de un
misil podía no agradar a la opinión pública, teniendo en cuenta que la
misión del primer satélite debía ser de carácter científico y civil. En
cambio, el presidente soviético Nikita Jruschov permitió el uso del ICBM
militar atraído por la promesa de que una victoria en aquella carrera
supondría un gran prestigio para los ideales comunistas.
Paradójicamente,
el R-7 soviético era un misil muy grande, se calcula que solamente se
desplegaron operativamente una o dos docenas con fines militares. El
ingeniero jefe del proyecto aeroespacial, Serguéi Korolev, y sus
ayudantes dispusieron de un cohete formidable cuya capacidad de ponerse
en órbita no sería superada por la de los artefactos estadounidenses en
muchos años. Una ventaja que permitía trazar un plan de misiones muy
ambicioso, tanto como para alcanzar la Luna.
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